lunes, 23 de agosto de 2010

VACÍA LUCÍA

Despertó, la humedad de su habitación y el olor nauseabundo de las cortinas podridas no la dejaban dormir.  Se había acostumbrado a dormir con los amplios ventanales abiertos de par en par, y la lluvia entraba a su antojo en la noche, mojando el piso, el espejo y las cortinas, Lucía no dormía nunca con las ventanas cerradas desde que era niña.  En ese entonces mientras sus padres y su abuela vivían la casa era un palacio inmenso en medio de una ciudad que permanecía desde su misma creación rodeada de niebla que venía desde un pantano pútrido al lado del pueblo.  Era la casa más iluminada que se notaba desde cualquier punto del pueblo, era llena de vida, blues, risas, comida, visitantes foráneos, fiestas suntuosas, de amor.  Hoy no es más que un triste monumento al auge minero de algunas épocas que empezaron a morir cuando el moho, la niebla, la humedad, la muerte y la desgracia se apoderaron del pueblo.  Al morir su abuelo, su abuela perdió la belleza y su piel de oro que brillaba cuando bailaba, perdió el brillo de los ojos y ese aroma de especias que tenían sus manos. La niebla se le había metido en el cuerpo como a todos.    


Viajaron mucho sus padres y acabaron sus días mientras ella intentaba descifrar códigos tratando de entender el mundo, murieron en algún profundo abismo abrazados mientras su carro caía.  Así Lucía en las noches empezó a soñar que volaba hasta donde sus padres estuvieran.  Por eso creó todo un escenario mental noche tras noche que alimentaba con el horror que sentía cuando salía al solar abandonado de su casa y lo veía lleno de musgo y niebla.  A veces para vencer su miedo se internaba en la niebla del solar y aterrorizada se encontraba con cuervos muertos que no habían encontrado el camino para salir.  Era su casa un mausoleo gigante donde los cuervos venían a morir.  Sus sueños nocturnos permanecieron hasta cumplir 23 años, se completaron y perfeccionaron con el tiempo.  Había desarrollado toda una escenografía como director de cine de lo que veía en sus sueños.  Sin proponérselo, sus padres habían aturdido su infancia, y todo este ejercicio sería resultado de su más profunda inestabilidad mental, convirtiéndola en un ser abstraído y arraigada al único vestigio de amor que le quedaba, su abuela, la única que se pudo condoler con sus inexorables pérdidas compartidas.  Se hicieron una, su posesión mutua era total, Sin anhelarlo de sus padres heredó esa inestabilidad que se reflejó en esta dependencia  que solo calmaba en el regazo de su abuela, íntimamente ligadas, Lucía sabía que el día que le faltara, su destino se convertiría en una soledad inhóspita, recrudecida, que la llevaría a perder la cabeza. 

Esa noche, su sueño se hizo claramente más intenso, sus pies llenos de barro subían tronco a tronco unos peldaños que la llevaban a subir una torre hasta donde sus ojos no podían ver. Ella en el sueño había decidido subir por la escalera, pero al lado veía un niño que se despedía de ella con una gran sonrisa mientras subía por un ascensor manejado por poleas. El viento silbaba más fuerte mientras más alto llegaba, todo era tan verde y tan gris que creía que todo ese mundo estaba construido nada más que con bloques de concreto y musgo.  Al llegar al último peldaño y mirar hacia abajo, Lucía no encontraba el suelo, solo la niebla y el pantano se veían desde acá, y los cuervos.  Los cuervos volaban lejos pero eran más grandes de lo que ella recordaba, eran las alas de los cuervos, pero eran los cuerpos de personas, a lo lejos volaban libres y tomaban diferentes direcciones.  La cima de la torre era un escenario teatral con cortinas vino tinto y un molino que sonaba emitiendo un ruido agudo, el mismo sonido de los cuervos que morían en su solar.  Allá arriba había más personas que hacían fila para saltar al vacío.  Lucía aterrada corrió hasta el final cayendo de rodillas en el borde del escenario, al asomarse, veía como mientras la gente caía su ropa con el viento se destruía y, desnudos en la niebla, brotaban de sus espaldas alas negras de cuervo que les permitía planear y alejarse para no volver.  No le importó irrespetar la fila (nunca lo hizo) y sin pensarlo se lanzó al vacío, el frio sepulcral se apoderó de sus huesos y mientras lanzaba un grito de dolor, su pijama blanca se desprendía con la niebla, sus brazos tenían una delgada hebra de sangre que terminaba como gotas en sus dedos mientras sentía que de su espalda salían sus alas de cuervo.  Planeando asustada llegó por inercia hasta un risco soleado lejos del pantano de su pueblo, en el que pudo descubrir a lo lejos, después de un aterrizaje dificultoso y forzoso, a sus padres y a su abuela, desnudos, con alas de cuervo, que la saludaban y la llamaban con sus bellas sonrisas inolvidables y dolorosas.
Se despertó sobresaltada sin advertir que la lluvia ya se había metido a su habitación  llenándola de charcos.  Saltó de la cama y sin pensarlo se dirigió al cuarto contiguo donde ella reposaba; sus ojos se interrumpieron y su cabeza crepitó cuando advirtió que ella, su abuela, dormía su último sueño, el sueño de nunca acabar.  Mientras dormía, al amanecer un ventarrón sedante logró colarse por su cuerpo llevándosela.  Sentada en el sillón aterciopelado en donde ella con cuidado deshilaba su rizado cabello haciéndola dormir, sentada ahí, volvió a esperar en la ventana tratando de diferenciar entre lo que estaba pasando en su verdad y lo que había sido un producto de sus sueños.  No le quedaba más a la Vacía Lucía que esperar que esa alucinación desdichada entre lo real y lo imaginario apareciera de nuevo para poder quedarse con ellos al final del risco y ser al final una Ícaro victoriosa, o seguir adelante con el dolor de seguir viviendo